Esta mañana os ofrecía un pequeño aperitivo en forma de impresiones de lo que fue ayer por la noche el desfile de Alta Costura de Chanel: una experiencia a medio camino entre fantasía y realidad.
Todo es más o menos como uno se imagina por eso la adrenalina parece que no suba y que nada impresione de más; pero la tensión sí sube sí, y una barbaridad, porque cuando los mozos que acomodan a las invitadas mandan callar y sentarse; cuando se encienden los focos y empieza a sonar la música, te das cuenta de que eso que has visto o te han contado en otros sitios existe. Que es verdad.
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Que ni Giovanna, ni Carine, ni Franca, ni Dasha Zukova (se me había olvidado mencionarla) ni Lauren Santo Domingo son un espejismo.
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Que ellas son tal cual. Que respiran y derrochan moda y que esa universo paralelo llamado Alta Costura habitado por señoras de infinita clase y patrimonio descomunal es tan verídico como los demás.
Y lo más importante, que ese señor de pose arisca y aires endiosados llamado Karl Lagerfeld, no es un guiñol: es un señor de maneras estoicas (y tacones a lo Farruquito), borracho de fama, al que le encanta ser el centro de atención.
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Os lo prometo: no es nada rancio. Si ve una cámara, no gira nunca la cara.
Posa, sonríe a su manera (supongo que con los ojos detrás de sus gafas), y se muestra encantado de conocerse. Casi tan encantadas como estamos las demás.
Porque Karl es mucho Karl y dirán lo que quieran de él, pero es un gran señor de la moda y un gran maestro en las artes de la parafernalia que la rodea.
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La colección pensada para el próximo invierno, como siempre: sobria, clásico, de líneas puras pero con toques que recordaban a aquel crucero presentado en Londres y que rendía sutil homenaje a Amy Winehouse.
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El clásico traje de chaqueta es el epicentro de todo: sobrevive, se transforma, pero permanece y regresa en su versión hasta la rodilla y con blazer de manga francesa.
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Carine Roitfeld, que acudía al desfile enfundada en un traje de Givenchy y con un body de blonda, encarnaba la premonición de lo que estaba por venir: medias, tocados, y bajos de las faldas en encaje.
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Aires de años veinte, treinta (casacas como salidas de la gran depresión) y cuarenta (austeridad absoluta) de día, y de noche, dónde los vestidos se deconstruyen.
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Los faldones ganan en volumen, y aparecen los brillos que solamente se habían pronunciado tímidamente antes de caer el sol en versión de lamé metalizado.
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El resto, es historia; copas, canapés, gente guapa con ganas de beber gratis sin perder la compostura, y servidora paraguas en mano y ejerciendo de observadora primeriza.
Esperemos que se repita una y mil veces más.
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